domingo, 5 de septiembre de 2010

Una historia de "Sci Fi" y superación personal: Críticas a la carta | 'Gattaca'

Ese arcano de lograr el ser humano perfecto, de jugar con la ingeniería genética para pulir nuestros defectos, que bebe directamente del espíritu de Aldous Huxley no es nada novedoso, ni estrictamente original. Pero es el punto de partida que toma Andrew Niccol para abordar otros temas más profundos sobre nuestro yo, sobre la unión de cuerpo y mente y la capacidad de superación, más allá de lo que está escrito en los genes desde que nacemos. Así, en ‘Gattaca’ encontramos a nuestro protagonista, un ser humano concebido bajo el abrigo del amor, con todas sus virtudes y sus defectos. Aunque, en ese futuro no muy lejano, las virtudes quedan tapadas por la preponderancia de las carencias físicas que la genética se ha encargado de subrayar. Especialmente porque la sociedad ha llegado a una fase de deshumanización, donde la más mínima tara física queda señalada y relegada.

Es una sociedad donde la segregación genética es absoluta y sólo los “válidos”, aquellos que han nacido seleccionados con el mejor código genético heredado son los que pueden desarrollar a lo mejor. Un elitismo absoluto en el que la sangre determina que puertas puedes atravesar y que vida puedes desarrollar.

‘Gattaca’: sobre la búsqueda de los sueños y de la identidad

El debate sobre la identidad (tema recurrente en la escasa filmografía del realizador) queda planteado apenas en la primera media hora del film. Aunque en realidad queda todo dispuesto en esa primera parte. Niccol expone sus cartas con claridad, sin pretensiones y, lo más importante, sin tener que doblegarse al típico molde hollywoodiense, ya que se permite apostar plenamente por desarrollar con un ritmo cadente unos personajes complejos. Y, sobre todo, Niccol no cae en la impuesta floritura del efecto visual. Prefiere ahondar en los temas expuestos en esos primeros minutos gracias a los personajes (con un cast sobresaliente, todo sea dicho).

Quizás se le pueda tachar, precisamente, por la simpleza de la trama. El joven con un código genético predestinado a no llegar a ninguna parte que un buen día encuentra la posibilidad de romper con lo establecido y superarse. Estar por encima de lo que se esperaba de él y cumplir, a toda costa, su sueño. Esa búsqueda de su sueño, que no es otro que viajar a las estrellas, algo exclusivamente destinado a astronautas perfectos (genéticamente seleccionados y técnicamente preparados), se convierte en el principal motivo de su existencia. Una búsqueda de afirmación de la identidad que, curiosamente, tiene que lograr siendo otra persona, utilizando los datos genéticos de un “válido” que le son prestados para su cometido.

Para plantear este futuro desolador, deshumanizado, el hábil escritor y guionista neozelandés no recurre a los efectos. Muy al contrario, huye de ellos y se apoya en una realización técnica que le permite plasmar, con contundencia y solvencia, en bellas imágenes ese futuro. Así, la fotografía firmada por Slawomir Idziak es un auténtico ejercicio ejemplar de adecuación a la historia. La frialdad y sobriedad de los escenarios, de la luz, de los personajes queda reflejada con sobresaliente acierto. Todo ello unido a un vestuario que recuerda, junto con la dirección artística, a títulos del género de la década de los cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Todo el film rebosa una estética que se inspira claramente en los clásicos de esa época y que depara planos asombrosamente bellos.

 

No podemos olvidarnos de la banda sonora compuesta por Michael Nyman, quizás uno de sus mejores trabajos y que se encarga de subrayar con sutileza ese mundo deshumanizado, esa pulcritud ambiental y esa atmósfera futurista que vemos en el film. A la vez, sabe romper ese tono monocorde (estético, que no musical) subrayando los momentos de suspense de manera altamente apropiada, pleno de pasión e intensidad.

Todo ello responde con espléndida armonía a la narración del realizador, que mantiene un ritmo cadente, tan sólo roto por los momentos de suspense, que sin embargo, sabe mantener con firmeza y con las dosis de progreso en la historia suficientes para completar un largometraje entretenido, fascinante y mucho más rico de lo que aparenta.

Vincent y Jerome, el luchador y el derrotado

Pero lo verdaderamente destacable de la trama, y en lo Andrew Niccol quiso destacar, son los personajes. Ahí tenemos a Vincent, el protagonista, interpretado por Ethan Hawke en uno de sus mejores trabajos. Convincente y contenido. Pero también excelentemente bien acompañado por Jude Law y Uma Thurman, muy bien dirigidos y que reflejan con sobriedad y mesura a sus respectivos humanos “válidos” que acompañan al protagonista en buena parte de la historia. No nos podemos olvidar del resto del elenco, todo un guiño al clasicismo con la participación de Alan Arkin, como el sagaz detective que sigue los instintos por encima de la tecnología y del veterano Ernest Borgine, en un papel menor.

El personaje de Vincent está tan bien cuidado y definido que se convierte en el motor que hace avanzar la historia y sobre el que orbitan los temas planteados, es la base de los cuestionamientos. Su juego de suplantación de identidad llena de intriga el relato y ofrece los momentos más álgidos del film. Destacable, por su narración sublime y unos diálogos secos pero relevadores, es la escena de la escalera y el interrogatorio, donde Jerome, el frustrado ex nadador de genética válida, al que suplanta Vincent, tiene que ser él mismo para ocultar la trampa que ambos llevan urdiendo. Es éste personaje clave para plasmar la búsqueda de identidad del protagonista. Su carácter perdedor, frustrado (esa medalla de plata habla por sí sola), de falta de pundonor y perseverancia, es la antítesis de Vincent. Es la demostración que el destino no está escrito.

Entre ellos no sólo hay una transferencia de identidad física, sino también son los dos claros ejemplos de la excepción a la norma. Uno que llega hasta dónde nadie esperaba, que lucha contracorriente para cumplir su sueño y llegar tan lejos (resumida en la esclarecedora frase: “jamás me dejé nada atrás”). Y otro que se convierte en lo que era impensable. Un tipo bendecido, genéticamente seleccionado para ser un ganador y que acaba derrotado y asumiendo su falta motivación. Todo ello queda bien reflejado en el montaje paralelo del poderoso (y emotivo) cierre y final de ‘Gattaca’.

 

 

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