domingo, 16 de agosto de 2009

Alberto: Una lección de vida

congreso_fede


El alma noble nunca muere, más allá de su eternidad brillarán sus huellas". - Pedro Pantoja Santiago

Alberto es su nombre. Vestía de traje formal – pantalón azul oscuro; camisa blanca manga larga; corbata de igual tonalidad azul, ostentando un impecable nudo; saco oscuro algo raído en el área de los codos – y sus zapatos brillaban producto de los inclementes rayos del sol que se derramaban sobre ellos al igual que sobre toda su anatomía.

Alberto camina a duras penas ya que tiene parálisis cerebral y ello causa que su anatomía se desplace extrañamente a medida que lucha por dar el siguiente paso.

Parálisis Cerebral: éste término describe un grupo de trastornos del desarrollo psicomotor, que causan una limitación de la actividad del enfermo, atribuida a problemas en el desarrollo cerebral del feto o del niño.
Los desórdenes psicomotrices de la parálisis cerebral están a menudo acompañados de problemas sensitivos, cognitivos, de comunicación y percepción, y en algunas ocasiones, de trastornos del comportamiento.

Lo mas impresionante de Alberto es su sonrisa: todo el tiempo su rostro – cual segundo astro rey – iluminaba toda la calle con una grande y sincera sonrisa, reflejando con ello sus pulcra y blanca dentadura.

Alberto se gana la vida literalmente con el sudor de su frente, ya que recoge dinero - en una improvisada alcancía – en la esquina de Plaza Edison con Tumba Muerto.

Lo primero que causaba extrañeza era determinar como era posible que Alberto soportara el sofocante sol – mientras los demás vamos en nuestros autos con aire acondicionado – durante todo el día, mientras deambulaba de arriba hacia abajo entre los carros, embutado en su traje. Siempre con una sonrisa.

Cada vez que le daba dinero, Alberto contestaba de la misma forma:

- “Muchas Gracias. ¡Que Dios le bendiga!” – decía a viva voz y expresando más felicidad todavía – si ello era posible – con su voz.

Tengo que confesar que mi corazón se constreñía cada vez que Alberto me decía esto – a duras penas ya que le costaba mucho proferir una frase -, ya que tengo que confesar que muchas veces seguí mi camino con un solo pensamiento en mente; obsesionado por el mismo y tratando de dilucidar el misterio:

¿Cómo es posible que Alberto sonría, teniendo tantas cosas de las cuales lamentarse? ¿De donde sale tan sincera alegría, teniendo un cuerpo tan atormentado por la enfermedad y las penurias?

Tengo que confesarles que en un inicio no lo comprendía pero su mera presencia; esos encuentros casuales en esa esquina; eran como un bálsamo para mi alma, misma que normalmente se encontraba atribulada por los problemas y ávida de bálsamos que curen sus heridas.
Y todavía no entendía como Alberto alegraba la suya.

Mi amigo – me atreverá a llamarle así, aunque nunca pude intercambiar mas de cinco frases diferentes con él – súbitamente desapareció y ya no se le vio más en la esquina de marras.

Debo confesar, con pena, que me olvidé de él.
Motivos no me faltan para relegar muchas cosas y personas a lo más profundo de mi memoria, ya que la vorágine en la que estoy inmerso actualmente es más que suficiente para que mi atención se concentre en temas más “importantes” que en el de determinar que había sido de mi amigo.

Recientemente alguien me comentó – había cambiado de ruta y ya no utilizaba la de Plaza Edison – que Alberto estaba de nuevo en la esquina, pero que ahora había una trágica variante: estaba en silla de ruedas.

Aparentemente había alguien con él. Esa persona le ayudaba a empujar la silla de ruedas y de esa forma podía desplazarse entre los vehículos y pedir su sustento diario.

Sobre mi corazón cayó un frío velo negro – cual oscura y gélida niebla en medio de un lóbrego mar – el cual llenó mi alma de una tristeza indescriptible, fruto de pensar que ahora Alberto tenía que sumar a toda su colección de desventuras una más: no poder caminar.

Soy un lego en la materia, por lo que tengo que colegir que Alberto tiene una enfermedad degenerativa… que a larga acabará con su vida.

Ese día decidí pasar de nuevo por mi antigua esquina con todo el deseo de saber de Alberto.
Efectivamente allí estaba: radiante; feliz; intensamente vivo.

Apresuré la marcha hasta que pude detenerme y bajando el vidrio le llamé.
Nunca he sabido si Alberto entiende lo que le digo o si logra recordarme. Eso no importa.
Lo importante para mí era que – aunque fuera por segundos – Alberto supiera que este mundo no era tan mezquino y que sí habíamos personas que nos interesábamos en él.

Cuando reparó en mi, su sonrisa fue mas amplia.
Una niña - ¿Su hermana? – sostenía con una mano un paraguas para guarecerse del intenso sol y con la otra sostenía la silla de ruedas.

Esta vez Alberto ya no iba vestido de traje formal, sino que vestía jeans, suéter deportivo y una gorra con un motivo de un equipo local de beisbol.
Lo que no había cambiado era la intensidad de su presencia y la felicidad que irradiaba con su eterna sonrisa.

Intercambié unas palabras con él diciéndole cuanto le habíamos extrañado y – adicional a mi cooperación monetaria – le alargue un rollo casi intacto de pastillas de menta.
Su rostro se iluminó aún más – si ello fuera posible – y con la ayuda de la niña procedió a ponerse una en su boca.
Se le veía feliz.

Camino a casa – cual divina epifanía – súbitamente entendí todo: Alberto había encontrado la forma de elevarse por encima de sus desgracias y lastres y su alma vagaba sobre ellos a la espera de su liberación final.
Alberto era más feliz que yo.

En ese momento comprendí que lo que llamamos problemas – deudas, peleas, sinsabores, traiciones, vilezas, política, compromisos, carencias, etc. - eran triviales e insignificantes en comparación con todas las cosas que Alberto tenía en contra.

La mayoría de nosotros cuenta con sus dos piernas; con sus brazos; y con salud: todo lo demás es añadidura.

Podemos hacer lo que queramos y si algo nos lo impide, Dios nos dio una mente para idear la manera de alcanzarlo.
Por muy avanzada que sea nuestra edad, podemos contar con que nuestro cuerpo nos responderá y nos obedecerá: aún con las limitantes que los años van sumando en él.

Contamos con medios para conseguir el sustento y podemos desplazarnos en un vehículo con aire acondicionado, mientras que otros semejantes tienen que sufrir los rigores del clima ya que no cuentan con los medios para hacer otra cosa.

Alberto no medita en ello, ya que de otra forma su mente quizás no soportaría la perspectiva de que su vida se iba apagando poco poco, siendo su cuerpo el reflejo evidente del abominable proceso.
Alberto había aprendido a relegar dicha cruel realidad a lo más profundo de su ser y se había concentrado en hacer lo que tenía que hacer: VIVIR.

Alberto aprovechaba cada día de su vida con actitud ganadora y triunfante, ya que en realidad para él cada día es una lucha contra la enfermedad; las carencias; y la muerte.
Había sacado de su corazón todo el horror de su realidad y había llenado ese espacio con amor hacia Dios y hacia sus semejantes.

Por medio de sus trajes, Alberto quería indicarle a todos que su dignidad estaba intacta y que respetaba tanto a la vida, que diariamente quería vestir sus mejores galas para lidiar con ella.

En ese momento me sentí tan mal conmigo mismo por todas las veces que en esa semana había despotricado; por todas las veces que me había sentido desfallecer a causa del peso de la inmensa loza de problemas que tenía que soportar; por la veces que levanté mi vista hacia los cielos para preguntar “¿Porqué no me ayudas, Señor? ¿Porque me cierras las puertas?”.

Comprendí que Dios no me había cerrado ninguna puerta; simplemente esa no era la puerta que me convenía, pero en ese momento no lo comprendí.
Me di cuenta que el Señor está con todos nosotros y que algunos tenemos el privilegio de tener mucho, sin siquiera ser conscientes de ello.

Alberto no tiene idea de como su actitud toca corazones y cambia paradigmas con el solo hecho de regalarnos su presencia hasta el día que la parca venga por él.

Mientras tanto seguiré tratando de disfrutar de la presencia de éste pequeño ángel enviado por Dios como un recordatorio de la levedad de nuestra vida y de lo maravillosa que es tal y como es.

Intentaré hacer mejor uso de lo que tengo y de mis talentos, de manera que esa sea mi manera de agradecerle a Dios por lo que tengo y de demostrarle a Alberto que yo también puedo elevarme sobre las calamidades y problemas.

Por supuesto, nunca podré superar al maestro.

Autor: Yohel Amat

No hay comentarios:

Publicar un comentario