lunes, 17 de agosto de 2009

El hombre que armaba abanicos

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En esta vida algunos hombres nacen mediocres, otros logran mediocridad y a otros la mediocridad les cae encima. - Joseph Heller

En una ocasión en la oficina de mi esposa se dañó un abanico que utilizaban en una oficina donde todavía no habían instalado el aire acondicionado, ya que se acababan de mudar.

Como estábamos en pleno verano, decidí acompañarla a la salida para dirigirnos a un almacén de la localidad y comprar un abanico nuevo.

Al entrar al mismo tuvimos que subir las escaleras ya que el departamento pertinente se encontraba en la segunda planta.

En ese momento reparé en un hombre que en ese momento se encontraba totalmente ensimismado en una tarea que a simple vista parecía su única obsesión: estaba armando abanicos.

Los mismos llegaban en cajetas – totalmente desarmados – y aparentemente el trabajo de este hombre era armarlos para después colocarlos en exhibición para su venta.

El hombre era alto; de complexión gruesa; su rostro reflejaba simpatía y daba un aire de placidez.
Su ropa era sencilla y utilizaba unos zapatos de cuero algo raidos en la punta, pero dignos.
Todo en él rezumaba sencillez.

Me dirigí hacia él y le comenté que estaba interesado en comprar uno de los abanicos.
Para mi sorpresa el hombre me sonrió – algo muy raro entre los vendedores que me encuentro últimamente – y con mucho gusto comenzó a explicarme las bondades de los diferentes modelos.

Por la forma como me atendió pude reparar en que el hombre conocía las artes de la venta y su trato con el público era impecable.

A los 5 minutos ya había elegido el modelo más adecuado para nuestras necesidades y agradeciéndole las atenciones me despedí del hombre que armaba abanicos.
Por supuesto, lo último que vi de él – mientras bajaba las escaleras – fue como abría otra caja y procedía a desparramar las piezas de su siguiente obra maestra.

Pasó mas de un año y en casa se nos dañó el abanico que usamos en la sala.
Fuimos a un centro comercial que nos queda cerca de casa y para nuestra decepción los abanicos disponibles todos eran o de mala calidad o caros.
O peor aún: malos y caros.

Siendo así al día siguiente decidí buscar a mi esposa a la salida de su trabajo y nuevamente decidimos ir al mismo almacén de la ocasión anterior a buscar un buen abanico, tal y como había resultado ser el comprado un año antes.

Para mi sorpresa, al dirigirnos al segundo piso casi tuve la sensación de que el tiempo no había pasado: el hombre que armaba abanicos seguía haciendo exactamente lo mismo.

Aparentemente él no me recordaba, pero por algún extraño efecto de las circunstancias, al verlo en la misma actividad de hace un año recordé todos los detalles de la última compra y reparé en que todo estaba exactamente igual.

Mientras iba camino a casa mi mente trituraba y trituraba una y otra vez los sucesos que acababa de vivir y de repente caí en cuenta en algo: yo también había armado abanicos por 14 años.

No cambies. Evoluciona. – Anónimo

Durante 14 años trabajé en una empresa y durante dicho tiempo me dediqué en cuerpo y alma a cumplir con mi trabajo, creyendo que con ello estaba actuando de buena manera.

Al inicio de mi periplo todas mis actividades eran novedosas y fascinantes.
El cielo era el límite.

Me entregaba con entusiasmo a mis actividades y estaba ávido de aprender cosas nuevas y demostrar que sí podían contar conmigo aunque no tuviera el conocimiento necesario en ese momento.

Gradualmente mi entusiasmo fue muriendo producto de las circunstancias de cambio en la compañía y de mi falta de adaptación ante el nuevo ambiente de trabajo.

En ese momento deposité toda mi frustración sobre la compañía, como forma de expresar mi resentimiento ante su falta de humanidad por los cambios realizados.

En ese momento no supe asimilar que las circunstancias a mi alrededor no dependían para nada de mí, por lo que nada ganaba con “castigar” a la compañía en la forma de despreciar olímpicamente todas las nuevas reglas.
Me consideraba un moderno Gandhi: protestaba de forma pacífica y silenciosa.
Y peor aún: nadie se daba cuenta o a nadie le importaba. En especial a la compañía.

Mi método de exteriorizar mi reproche era el de circunscribirme a hacer mi trabajo, sin esperar nada más: iba totalmente a la deriva, braseando apenas para no ahogarme.

Cualquier oportunidad de promoción era automáticamente desechada por mí y me limitaba a encerrarme en mi “concha”.
Pero eso sí: armaba mis abanicos con eficiencia y esmero… pero que no se les ocurriera pedirme más.

Nunca saqué de mi bolsillo para pagarme un entrenamiento, ya que consideraba que la compañía era la que tenía la responsabilidad de pagar por mi capacitación… como si el beneficio fuera sólo para ella.

La única vez que intenté pagar por un curso la compañía me envió a mitad del mismo fuera del país por quince días.
Al regresar del viaje sólo traía 5 libras más de sobrepeso y una total amnesia con respecto a mis antiguas ansias de pagarme mi propio entrenamiento.

Después de 14 años la compañía decidió un buen día prescindir de mis servicios por “reducción de personal”: se estaban adaptando a la crisis de turno.

Cuando estuve en la calle me di cuenta de que a ninguna compañía le interesan los hombres que arman abanicos, y menos los que lo hicieron – como en mi caso – por catorce años.

Fue en ese momento en el que me di cuenta de que no tenía catorce años de experiencia: lo que tenía era un año de trabajo repetido catorce veces.

Durante esos catorce años hice las mismas cosas una y otra vez; durante esos catorce años me concentré en hacer bien mi trabajo… pero nunca evolucioné.

Durante catorce años esperé que la empresa invirtiera en mi, mientras que la persona mas beneficiada se negaba a gastar un solo centavo en su propia evolución.

Sin embargo cada día de mi vida le doy gracias a Dios por haberme llevado por la ruta del despido hacia el destino del autodescubrimiento.

He descubierto que ahora soy mas sabio que como nunca lo fui durante esos catorce años; y ahora soy mas consciente de que entre mas gaste en mi mente; mas la misma llenará mis bolsillos.

Y no me refiero sólo al conocimiento “per se”, sino a una total redefinición de mis paradigmas, por lo que ahora la vida – a pesar de las tribulaciones y del precio que estoy pagando por mis pasadas acciones y omisiones – la veo mas brillante y a todo color: durante catorce años mi vida fue en blanco y negro.

Ahora la certeza a desaparecido de mi vida y para mí en cada día contiene sorpresas de todo tipo, las cuales le dan un sabor exótico y emocionante a mi vida, antes desconocido.

Nunca más seré esclavo de una compañía y ahora aspiro a más: yo pondré mis propias condiciones y seré lo suficientemente humilde para reconocer las oportunidades; y para aprender de los maestros que diariamente tenemos a nuestro alrededor, pero en los cuales nunca antes había reparado por encontrarse mi vista cegada por la venda de la mediocridad y la rutina.

Haré lo que tenga que hacer para poder alcanzar mis sueños y si ello implica volver a trabajar gustosamente lo haré con la plena seguridad de que ello sólo constituye un escalón mas en la consecución de mis nuevos sueños.

Nuevamente recuperé esa ansia de aprender y sé que para ser algo más que un armador de abanicos, tengo que prepararme y tener el carácter necesario para no derrumbarme bajo el gigantesco peso de mis nuevas circunstancias.

Por ahora, sólo me queda pensar en el hombre que armaba abanicos en el almacén que acabo de abandonar y sólo deseo que el mismo no demore catorce años – como sucedió conmigo – para darse cuente de que la vida es algo más que armar abanicos.

Aunque seas el mejor en ello.

Autor: Yohel Amat

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