miércoles, 12 de agosto de 2009

La importancia de ponerse en los zapatos de los demás

saludo

Si hay un secreto del buen éxito reside en la capacidad para apreciar el punto de vista del prójimo y ver las cosas desde ese punto de vista así como del propio. - Henry Ford

El hombre estaba indignado.

Mientras se dirigía a su vehículo, alcanzó a escuchar al conductor de la camioneta blanca – de lujo – proferir una interjección con la cual quería indicar lo molesto que estaba con la actitud de nuestro protagonista.

Unos minutos antes, nuestro hombre había estacionado su vehículo en un espacio de una gasolinera que se encuentra a unos 300 metros de la oficina donde pernocta diariamente.

Se encuentra desempleado desde hace varios meses y la verdad es que la angustia es su eterna compañera desde hacía varias semanas, ya que no sabe como pagará sus deudas y compromisos. El cerco se le cierra poco a poco.

Por suerte un cliente le había llamado – está al otro lado de la calle frente a la estación de gasolina – y por ello había decidido estacionarse en ella para ahorrase el tener que caminar desde la oficina.

Para calmar su conciencia, se prometió a sí mismo que cuando regresara, aunque sea entraría en la tienda de conveniencia de la estación a comprar algo para tomar y de esa forma justificar el tiempo que su vehículo estaría ocupando un espacio.

Se encontraba totalmente absorto esperando por el momento más oportuno para cruzar la calle, cuando la camioneta de marras se detuvo a su lado y el conductor le dice – bajando la ventanilla lentamente – que por favor moviera su carro de donde lo había estacionado.

Su tono no fue el adecuado y sonaba molesto. Por un momento nuestro héroe no entendía que le quería decir. Estaba consciente de que se había estacionado bien y no obstruía a nadie.

- “Mueva su carro, que está ocupando un espacio a la sombra” – espetó.

En ese momento empezó a entender: se trataba de alguien de mando en la administración de la estación de combustible, sino el dueño.

- “No le entiendo. Yo soy cliente diario de esta bomba y lo único que voy a hacer es cruzar la calle; hacer un trabajo de 10 minutos donde un cliente; y luego regresaré a hacer unas compras en su tienda y luego me iré” – respondió, sintiendo como la ira le invadía.

- “Mueva su carro. Me está ocupando un espacio a la entrada de la tienda y encima a la sombra” – fue la respuesta.

- “¡No le importa!” – pensó asombrado el hombre.

Viendo la situación, el hombre decidió mover su carro y estacionarlo en la oficina.

Así estaban las cosas cuando se montó en el vehículo y molesto lo movió hasta el lugar designado en la oficina.

Todavía cavilando en lo que había pasado caminó hasta donde su cliente y al momento de subir las escaleras descubrió que una herramienta básica para su trabajo se le había quedado.

- “¡Demonios!” – pensó.

No había forma de evitarlo: tendría que volver caminando a la oficina a buscar el equipo que se le había quedado.
La indignación que sentía por el incidente anterior y ahora por el olvido era mayúscula.

Mientras caminaba iba cavilando con respecto a lo sucedido en la estación de gasolina.
Por un momento se puso a pensar en esa cosquillita; en ese resquemor que venía sintiendo a partir de la discusión y súbitamente se dio cuenta de algo: se trataba de culpa.

En ese momento – cual si fuera espectador externo – se situó a distancia y por instantes trató de ponerse en la posición del dueño de la bomba: una persona se estaciona en los escasos estacionamientos de la misma; encima ve como se dirige hacia otro lado, o sea que no consume.
Adicional a ello nadie le garantiza que el hombre realmente va a comprar algo a su regreso.
Además sepa Dios cuantas veces antes le han ocupado los espacios de estacionamiento personas que no le dejaron ningún ingreso y que encima se sirvieron de su propiedad privada.

En ese momento sintió como la ira disminuía y comprendía que él mismo se había estado engañando: ese trabajo no iba a tomar 10 minutos – en realidad tomó mas de 4 horas – y todo ese tiempo el estacionamiento estaría ocupado por él.

Un rubor se dibujó en sus mejillas, producto de la vergüenza de darse cuenta de que había tratado de aprovecharse de otra persona.

Se prometió a si mismo que nunca mas volvería a hacer una acción así… y también que nunca más pisaría esa estación de gasolina.

La misma era donde varias veces a la semana compraba gasolina para su carro y donde casi a diario compraba chucherías, bebidas y burundangas. Y a precios de oro, ya que se aprovechaban de que no había ninguna competencia a buenas calles a la redonda.
En eso no había mentido: si era cliente regular.

Con la actitud prepotente del dueño de la gasolinera y con su petulancia, lo único que había causado era la animadversión de nuestro hombre y por ello había decido no comprar mas allí.
Si se hubiera acercado amablemente a explicarle cual era el motivo de su petición y si hubiera escuchado lo que tenía que decir el marchante, entonces las cosas hubieran sido diferentes.

Sin embargo lo hecho, hecho estaba y ahora sólo quedaba apurar el paso y encaminarse nuevamente hacia la oficina de su cliente.
Sin embargo ahora iba en paz.


Es posible conseguir algo luego de tres horas de pelea, pero es seguro que se podrá conseguir con apenas tres palabras impregnadas de afecto. - Confucio

Muchas veces las discusiones comienzan por un incidente nimio e insignificante pero que a resultas del ego de cada uno de los participantes llega a veces a extremos ridículos.

Pocas veces nos ponemos a meditar en los motivos por los cuales la otra persona se encuentra indignada y tendemos a justificar nuestras acciones – con o sin razón – como una forma de calmar nuestra conciencia.

Raras veces nos ponemos en los zapatos de la otra persona para tratar de comprender el porqué de su actitud y por ello no entendemos la situación en su contexto.

Acostumbrémonos a ver las cosas desde el punto de vista de nuestro prójimo y de esa forma nos ahorraremos muchos malos ratos y sinsabores.

Hay que recordar que las peleas nunca tienen ganadores: hasta el “ganador” lo único que se lleva es una victoria pírrica… y un nuevo enemigo.

Autor: Yohel Amat

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